Superhuman.

Era una tarde lluviosa de finales de octubre. Olía demasiado a tierra mojada y la humedad ponía de los nervios a An. Definitivamente, odiaba la lluvia. Lamentablemente, tendría que aguantarse aquella vez: había citado a Mitch en el parque que había detrás de un colegio, el sitio donde se veían siempre que quedaban. Pero esta ocasión no era como las demás. En realidad, nada era igual. En apenas unas horas, todo su mundo se había derrumbado sobre su espalda, llevándose consigo sus ganas de seguir adelante. ‘Voy a salir de esta’, se repetía continuamente mientras se terminaba de arreglar. Cuando estaba ya vestida, se acercó a su estuche de maquillaje, cogió el lápiz de ojos azul y se puso frente al espejo. Tenía las mejillas manchadas de negro, los párpados le pesaban y se vislumbraban sus ojeras a kilómetros de distancia. Tiró el lápiz encima de la mesa con rabia. Se prometió no volver a llorar por él y se había traicionado a sí misma. Eso no se lo perdonaría, ni esta vez ni nunca más. Se puso una sudadera con capucha, se metió las llaves en el bolsillo y salió de su casa sin hacer el mínimo gesto de despedida.

No muy lejos de allí, un chico de unos 17 años se vestía apresuradamente. Miraba repetidas veces el reloj; seguramente, llegaba tarde a algún sitio. No se paró a mirar el armario en busca de la vestimenta adecuada, no parecía que le hiciese falta: estaba bastante seguro de sí mismo. Sin embargo, tenía la sensación de que algo no iba bien: An la había llamado para salir, sí, pero en la corta conversación que mantuvieron, notó que su voz se quebraba con frecuencia. Algo le pasaba y eso no era una buena señal. Normalmente, cuando estaba mal, acudía a Josh, su amigo del alma, aquel que nunca le fallaba. ‘Sólo es un imbécil’, pensaba Mitch, ‘An no le tiene en cuenta y él sigue pensando que algún día será suya. Pobre iluso’. Miró de nuevo la hora: las siete y veinticinco. Bueno, con andar a paso ligero tendría bastante. Sabía que ella le esperaría el tiempo que hiciera falta.

An llegó a la hora, como pasaba siempre que quedaba con él. ‘Qué tonta soy’, pensaba desde que salió de su casa. Estaba chispeando, pero no vio la necesidad de ponerse la capucha: al menos, tendría una excusa para aquellos chorretones. A pesar de que todo el parque estaba encharcado, se sentó en el primer banco que vio, sin importarle que llevara puesto su pantalón no-vaquero favorito.
Sacó el móvil del bolsillo para ver cuánto se retrasaba esta vez Mitch. Para su sorpresa, no llevaba ni cinco minutos esperando. A lo lejos, vio una figura acercarse con aires de tranquilidad. Cuando se dio cuenta de que An tenía la vista fija en él, fingió acelerar el paso. Ella no se movió, ni si quiera hizo ademán de saludarle. Mitch no sabía qué hacer: nunca le había pasado algo así con ella. Intentó romper el hielo, destruir ese muro que An había levantado entre los dos apenas hace unas horas.
-Si sigues ahí sentada mucho tiempo, se te estropearán los pantalones –dijo, con tonto de broma.
Ella seguía impasible, con la vista fijada en él.
-Bueno… -susurró.
-Toma –An le lanzó algo.
Mitch vio cómo el objeto que le había lanzado emitía un leve destello antes de caer en sus manos mojadas. El anillo.
-¿Para qué me das esto, An? Es tuyo.
-¿Recuerdas lo que me dijiste cuando me lo regalaste? ¿Recuerdas lo que hiciste inscribir en él?
Él la miraba extrañado, sin entender muy bien a dónde pretendía llegar. An explotó al ver que él no reaccionaba. Se levantó, furiosa.
-Eh, para, An. Claro que me acuerdo. ¿Acaso lo dudas?
-Sí –contestó simplemente.
-No me lo puedo creer –se ofendió.
-Venga, Mitch, no te me vengas a hacer el indignado ahora, sé perfectamente que todo lo que yo te diga te resbala.
-¡¿QUÉ?! ¿Cómo puedes pensar eso, An? No es cierto, sabes que…
-Sí –le interrumpió ella. –Sé que es cierto, ¿sabes por qué? Por que si te importara no te comportarías como lo estás haciendo. ¿Cuántas veces te he repetido que odio las mentiras? ¿Cuántas veces te he demostrado lo que me duele que pases de mí? Dime, Mitch, ¿cuántas?
No sabía responderle: las cosas se le estaban yendo de las manos. Se hizo un silencio incómodo durante unos segundos que se hicieron una eternidad para ambos. An se sentó, respirando aceleradamente. Mitch la imitó.
-An, cariño –le puso la mano en el hombro, en ademán de abrazarla, pero ella se resistió.
-No, Mitch, esta vez no. Estoy cansada de tus payasadas de niño inmaduro. Estoy cansada de que me mientas. Estoy cansada de que hagas conmigo lo que quieras. Estoy, simplemente, cansada de ti.
Mitch se quedó de piedra. Abrió la boca para responder, pero An le negó con la cabeza, poniéndole su dedo índice sobre los labios.
-No, pato, ahora me toca hablar a mí –sintió como una lágrima recorría sus facciones desde el lagrimal hasta la barbilla, dónde se cayó a un vacío casi tan grande como el qué había en su corazón. –Cuando te conocí y nos hicimos tan buenos amigos, pensé que estaba soñando. Nunca había conocido a alguien tan especial como tú. Pasaron las semanas y ese sentimiento se transformó, bien lo sabes tú. Me callé, sabiendo que tú no tenías interés en romances debido a tus estudios. Sufrí en silencio durante ¿cuánto? ¿Días? ¿Semanas? No. Meses, Mitch, tres meses de dolor. Un dolor que no podía compartir con nadie, nadie. No aguanté; te lo dije el mismo día en que tú me dijiste que al acabar el verano te irías a estudiar fuera. Lejos de aquí: estabas cansado de este ambiente. Lo único que te retenía era yo. Esa fue la mejor y la peor noche de mi vida; te gané y al instante te perdí. –Su rabia fue menguando hasta llegar a convertirse en melancolía, nostalgia por aquellos días en los que fueron felices. –No llegamos a hacer el mes, ¿sabes? Decías que si esperábamos más, sería más difícil la despedida. ¿Y todo para qué? Para que al final te quedaras aquí y no me volvieras a mencionar el tema. Intenté rehacer mi vida cambiando de aires, cambiando de amigos. ¿Para qué? Para que volvieras a cruzarte en mi camino y destruyeras todo lo que llevaba conseguido con un simple beso en la mejilla. Y así dos, tres y hasta cuatro veces más. Yo no puedo, Mitch, no puedo. Ni me dejas rehacer mi vida, ni me dejas que esté contigo. ¿Qué hago? ¿Eh? ¿Qué cojones hago?
Mitch se quedó sin palabras. No sabía que sus acciones le dolieran tanto a An. Él la quería, sí, la quería mucho, pero tenía miedo de entregarse por entero a una sola mujer.
-No sé qué decirte, An. Me duele verte así, pero no sé qué hacer, no soy bueno en esto –torció el gesto en una mueca de tristeza. –Siento todo lo que te hice pasar, de verdad, no pretendía que fuera así. Perdóname, patita.
-Es tarde para pedir perdón, Mitch, el daño ya está hecho. Pero sí hay algo que puedes hacer por mí –le miró a los ojos y sonrió; o al menos, eso intentó.
A él se le encendió una chispa de esperanza.
-Dime.
An suspiró.
-No vuelvas a buscarme. Haz como si no me conocieras, ¿vale? Zanjemos este tema, pero esta vez, hagámoslo bien. Fue bonito lo que vivimos, pero sólo es eso, pasado, algo que no se repetirá jamás. Es mejor pasar página y empezar de cero cada uno por su camino.
-No, por favor, lo que sea menos eso –le agarró fuerte la mano, queriendo impedir algo que ya estaba más que decidido.
Ella le devolvió el apretón.
-Encantada de haberte conocido, Mitch. –Se levantó.
-Espera –la llamó.
Ambos se miraron, sabiendo que, seguramente, esa sería su última mirada en mucho tiempo.
-Quiero darte algo, An.
-Que casualidad, yo también.
Se acercó a ella. No se movió. Se agachó ligeramente y, justo cuando faltaban apenas unos centímetros para que sus labios se rozaran, ella volvió su cara bruscamente. Los labios de él sólo pudieron apreciar la mejilla mojada de la chica.
-Supongo que así es como debe ser –replicó, algo enfadado.
-Sí, así es como debe ser.
Ella le tendió una bolsa, se dio la vuelta y se fue caminando bajo la lluvia, despreocupada por el aspecto que pudiera tener.
Él sentó en el mismo banco donde, hace apenas unos minutos, había dejado escapar a la chica de sus sueños; dónde, hace apenas unos meses, fue feliz con ella. Abrió la bolsa. Al instante, miles de cuchillas líquidas salieron de sus ojos, haciéndole más daño que cualquier agresión física, cualquier palabra ofensiva. En esa bolsa, estaban los regalos que él le había hecho, los dibujos que había diseñado solo para ella, los vídeos que se habían hecho juntos.
-En esta ocasión sí es verdad –se lamentó.
Encendió el mp3 y se puso a caminar hacia ningún lado. En su reproductor sonaba Superhuman.
-Con esta canción te gané, y con esta misma te
pierdo –susurró.
Se aferró con fuerza a la bolsa, sabiendo que aquello era el único recuerdo que le quedaba de aquella chica que tanto había amado.



1 comentario:

  1. Pues podría decir mil cosas que me gusta de este escrito, pero ya sabes que parte es la que mas me llegó, realmente es de esos que los lees y sin más te entran ganas de llorar. Porque si y punto.
    Sigue, cada vez se te da mejor enana.

    Perdedora·

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